No hay cosa más maravillosa que ver ondear la bandera puertorriqueña. Para mí, la más bella. Desde siempre ha sido así y mientras más leo e investigo sobre ella y sus orígenes, más sentimientos despierta. Y es que ha trascendido la ideología, los intereses y la política. Es nuestro símbolo patrio; lo que encierra nuestra esencia; lo que nos representa.
Antes de entrar en materia, tengo que decir que existen dos teorías sobre los orígenes de la bandera puertorriqueña; una se le adjudica a Antonio Vélez Alvarado (11 de junio de 1892) y la otra a Manuel Besosa (presentada por don Juan de Mata Terraforte a la sección puertorriqueña del Partido Revolucionario Cubano el 22 de diciembre de 1895 en Nueva York). Esta última, es la que se mantiene como oficial y la que celebramos hoy.
Cincuenta y nueve puertorriqueños estuvieron presentes en esa asamblea celebrada en Chimney Corner Hall; en el salón de la casa número 57 al Oeste de la Calle 25, esquina a la sexta avenida en NY. Allí don Juan de la Mata Terreforte, sobreviviente del Grito de Lares, tremolaba la bandera mientras el presidente J. J. Henna preguntaba si se aceptaba la bandera. La contestación fue unánime.
No voy a entrar a adjudicar si fue una u otra; habrá que estudiar esto un poco más; porque segura no estoy de nada. Lo que sí, es que en el libro de Roberto H. Tood, ‘Génesis de la bandera puertorriqueña. Betances, Henna, Arrillaga’ (1938), se da como válida la versión del Besosa. Esto de acuerdo al dictamen dado por una comisión creada por el Ateneo Puertorriqueño el 25 de diciembre de 1937.