Se nos acaba el año, ¡gracias a Dios! No veía la hora de que finalizara. Aunque loca por salir de él, reconozco que fue uno de muchas enseñanzas; algunas bastantes duras, pero necesarias para hacerme crecer como persona. Porque de eso es que se trata la vida, de situaciones buenas y de las otras. Siempre debemos mirarlas y analizarlas, para aceptar las lecciones y valorar lo aprendido. Así que el mío fue un año de mucho crecimiento; y lo agradezco.
Y entre esas cosas de fin de año que nos da a todos; está lo de reflexionar sobre el año que está a punto de “estirar la pata” y ponernos a hacer resoluciones para el próximo. Creo que este es nuestro momento más bonachón del año, por ilusos. Es que hacemos una lista enorme de resoluciones, encabezada por la dieta, que casi ninguno cumplimos. ¡Así somos!
Pero en ese cavilar sobre lo acontecido y las resoluciones por hacer, me puse a pensar en las gallinas. Y es que estas última semana fui par de veces al supermercado a comprar huevos del país y sólo había huevos jinchos. Que gracias, pero no gracias, ni loca los compro. Y no porque las gallinas sean gringas, sino porque cuando el bendito huevo llega a nuestros supermercados, a la que lo puso le están rezando su tercer novenario.