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Imagen de Gerd Altmann en Pixabay |
En nuestro país ocurren cosas importantes que requieren nuestra atención. Sin embargo, y cada vez con más frecuencia, vemos figuras públicas, especialmente políticos, que utilizan sus redes sociales para compartir contenido simpático, anecdótico o banal, que termina acaparando desproporcionadamente la conversación pública.
Y cuando me refiero a banal, porque siempre hay quien dispara sin conocer el concepto, es a algo trivial, común, insustancial, irrelevante, fútil, superficial o intrascendente. Vamos, algo que realmente no aporta a lo que tenemos que seguir con especial atención y que puede afectarnos como ciudadanos.
Deben tomar conciencia de los puestos, lo que éstos representan y lo que se espera de cada uno de los que los ocupan. No todo se puede publicar, ni todo tiene que proyectarse desde el entretenimiento o el espectáculo.
Y no se trata de criticar lo cotidiano ni lo humano. Todos valoramos los gestos de cercanía, el amor, las mascotas, una celebración. Pero lo que a mí me llama la atención es el uso estratégico de lo banal; así, lo trivial se presenta en forma de espectáculo para desviar la atención de los asuntos importantes.
Esto no es nuevo. Responde al hecho de que somos visuales y emocionales, por lo que lo complejo y urgente se deja a un lado. Lo superficial suele viralizarse con más facilidad. Y está bien que nos divirtamos, pero cuando se usa este tipo de contenido para eclipsar información de valor o urgente, nos encontramos con formas casi imperceptibles de manipulación y propaganda.
Una de estas técnicas es la estrategia de distracción, identificada por Sylvain Timsit y atribuida a Noam Chomsky, que busca desviar la atención de temas complejos o problemáticos para enfocarla en asuntos triviales.
A esto se suman principios como la saturación, que inunda el espacio informativo con datos irrelevantes; la repetición, que de tanto mencionarlas se toman como ciertas y la simplificación, que reduce problemas complejos a anécdotas o imágenes simpáticas.
Además, está la tendencia a la mediocridad, que busca promover la creencia de que el ser vulgar, inculto, incorrecto, etc., es adecuado y está de moda; como también así el apelar a la emoción más que a la reflexión.
Desde la perspectiva de la comunicación, que es de lo que estoy hablando, esto es una forma de controlar el discurso y fijar la agenda. La teoría de la ‘agenda setting’, desarrollada en los ’70 por Maxwell McCombs y Donald Shaw, plantea que aunque los medios no nos dicen qué pensar, sí lo hacen sobre lo que tenemos que pensar.
Hoy, con las redes sociales, las figuras públicas pueden influir directamente en esa agenda, generando contenido que los medios amplifican. Así, temas banales terminan dominando el espacio público mientras lo verdaderamente urgente queda en la sombra.
Además, esta espectacularización no solo dirige la atención, sino que construye imágenes. Se proyectan como cercanos, divertidos y/o casuales, pero rara vez vinculados a la rendición de cuentas, la solución de problemas o la toma de decisiones difíciles.
La espectacularización de lo banal no es algo fortuito. Es una estrategia de comunicación que combina lo emocional con lo simbólico y lo visual para mantener la atención en lo intrascendente. Y si bien todos necesitamos momentos ligeros, no podemos permitir que lo trivial desplace a lo esencial en el discurso público.
Entonces, ¿qué queda fuera de la conversación mientras hablamos de lo que publican en redes estas figuras públicas? Mucho. En una sociedad democrática -se supone- la información es poder y no deberíamos conformarnos con menos.
La verdadera cercanía se construye con acciones, no con imágenes construidas. Porque, al final, la validación no va a estar en los likes, los comentarios, los compartidos o con las caritas, sino que el pase de factura se da en las urnas.
Bueno, así debería ser, porque como bien recoge Mario Vargas Llosa en su columna ‘La civilización del espectáculo’, publicada el 9 de junio de 2007, en el periódico La Nación de Argentina:
Los íconos o modelos sociales –las figuras ejemplares– lo son, ahora, básicamente, por razones mediáticas, pues la apariencia ha reemplazado a la sustancia en la apreciación pública. No son las ideas, la conducta, las hazañas intelectuales y científicas, sociales o culturales, las que hacen que un individuo descuelle y gane el respeto y la admiración de sus contemporáneos y se convierta en un modelo para los jóvenes, sino las personas más aptas para ocupar las primeras planas de la información, así sea por los goles que mete, los millones que gasta en fiestas faraónicas o los escándalos que protagoniza. La información, en consecuencia, concede cada vez más espacio, tiempo, talento y entusiasmo a ese género de personajes y sucesos.
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